APUNTES SOBRE UNA POSIBLE ESTÉTICA DE LA DESAPARICIÓN
FERRAN DESTEMPLE
Hoy en día todos nosotros estamos sometidos, consciente o inconscientemente, a diversos tipos de dictadura. Las hay obvias y las hay sutiles y, generalmente, todas ellas son rechazadas por la mayoría. Sin embargo algunas coexisten entre nosotros sin que seamos capaces de observarlas como tales, sin que podamos señalarlas con el dedo y al final acabamos aceptándolas con toda normalidad. Un caso paradigmático de este grupo sería la dictadura de la “visibilidad” que se ha convertido en un requisito imprescindible para nuestra supervivencia en la sociedad contemporánea.
Aún así, siempre se dan casos de artistas que han desarrollado su trabajo con el concepto antagónico, el concepto de desaparición, y que han situado su vida o su obra en los límites de la visibilidad: Los hay que han sido personajes esquivos (caso ejemplar el de J. D. Salinger pero también el del mallorquín Miquel Bauçà), otros que la han tratado como un hecho físico (el deterioro del material en el caso de W. Basinski o el borrado y la velocidad en Aram Slobodian), y algunos más que han llevado la desaparición hasta el último extremo (tal sería el caso del poeta dadaísta Arthur Cravan).
Todos estos serían casos posibles en un hipotético catálogo de estetas de la desaparición. Sin embargo en este artículo nos centraremos en el caso, bastante conocido por cierto, del escritor suizo Robert Walser. Robert Walser vivió durante la primera mitad del siglo XX, llegando a conseguir un cierto reconocimiento, un cierto éxito literario. Pero aún así, siempre vivió de una forma un tanto desordenada y adoptó para con sus conciudadanos una actitud vital un tanto descreída, un tanto distante que le fue perturbando progresivamente. Ya desde 1929 empezó a sufrir episodios de alucinaciones, ataques de ansiedad y miedos nocturnos y en 1933, a la edad de 55 años, decidió ingresar voluntariamente en un sanatorio psiquiátrico de la ciudad de Herisau donde falleció en la navidad de 1956.
Siempre se había creído que al ingresar en el sanatorio Walser había dejado la escritura definitivamente, que su exilio personal también lo era artístico y que únicamente se dedicaba al noble arte del paseo. Sin embargo el escritor suizo no pudo o no quiso dejar de hacerlo y continuó escribiendo centenares de pequeños fragmentos sobre cualquier tema o suceso que le despertara la curiosidad. Estos fragmentos escritos, generalmente a lápiz, lo están sobre hojas de papel que iba guardando sin ningún orden conocido. No importaba el tema, no importaba la secuencia, lo único importante era el hecho de escribir, escribir compulsivamente, sin un fin preestablecido, sin objetivo. Es entonces, en estos textos donde su escritura comenzó a sufrir algunas mutaciones físicas: empezó a utilizar algunas abreviaciones que solo él entendía, su letra fue disminuyendo de tamaño y cada vez se hizo más compacta. Tanto implosionó su grafía que la lectura de sus textos se hizo prácticamente imposible ya que se convirtió en una masa indescifrable parecida a la resultante de un sismógrafo emocional que registrara los impulsos incontenibles del escritor.
Llegados a este extremo nos preguntamos sobre el mérito artístico de los trabajos de Robert Walser. Sin duda sus escritos tienen un valor literario indudable y con el tiempo sus obras se han ido reeditando y adquiriendo un gran prestigio. Sin embargo, ¿no es también esa tendencia hacia lo mínimo, hacia lo microscópico, hacia ese deseo incontenible de desaparición una obra artística? ¿No es también una obra de arte, la acción de negarse, ese nihilismo implícito que podemos deducir de su actitud respecto de la escritura? En definitiva, ¿no se desplazaría su arte desde la literatura hacia la escritura, desde lo mayúsculo a lo minúsculo, desde el contenido y la forma a la acción, desde la existencia hacia la disolución?
Actualmente podemos ver los microgramas de Robert Walser, incluso leerlos ya que están disponibles, también en castellano, en una edición de Siruela. Pero sin embargo, lo que nos ha estado negado es observar cómo el escritor ejerció ese acto de disolución en su escritura, cómo se liberó del “tedio de la pluma”, como disciplinó su mano para ir desapareciendo poco a poco. Todo ello nos ha sido negado por el implacable paso del tiempo que establece los acontecimientos en el espacio. Pero en un ejercicio anacrónico sí podemos utilizar otra obra artística para, implícita e indirectamente, observar el deseo irracional, fuera del sentido, que significa ese acto de extinción.
Como crédulos voyeurs podemos observar a escondidas ese ansia de implosión de la escritura, ese hecho físico de deseo de desaparición en el caso verídico de Emma Hauck y en la realización de la ficción que hicieron los hermanos Quay en el cortometraje “In absentia”. No viene a cuento explicar quienes son los hermanos Quay ni lo amplio e interesante de su obra que abarca desde la ilustración hasta la realización cinematográfica. En este cortometraje filmado en un magnífico blanco y negro, no se relata que Emma Hauk pasó los últimos once años de su vida en un sanatorio ni las vicisitudes personales de su vida, simplemente se filma como escribe compulsivamente (implosionando también su escritura en el espacio y en el tiempo) cartas a su difunto marido, todas ellas compuestas por una única frase que repite compulsivamente una y otra vez “Cariño, ven”. Los autores han prescindido de los elementos biográficos para buscar una forma de expresión visual que nos introduzca en la demencia, en ese acto artístico que no se encuentra en lo que dicen las grafías, sino en el acto mismo de escribir.
La interpretación fílmica de los Hermanos Quay del caso verídico de Emma Hauck (aunque antagónico al deseo consciente de desaparición en la escritura que ejecutó Robert Walser) nos sirve para acercarnos a ese deseo de disolución, al acto físico de negación de la literatura para adentrarnos irremediablemente en el terreno escurridizo de la escritura.